viernes, 6 de mayo de 2011

MATERNIDAD



Valeria parió  una niña. Con su llegada libre de pecado, solo pureza y amor, ha llenado de  dicha a su familia. Ya no importa quién la embarazó, aunque el padre esté cerca. Ahora la madre ve en los ojos de su hija la mirada de Dios, da gracias al cielo y ahora ejerce el oficio materno con amorosa dulzura.

La maternidad es para celebrarla; a veces las cosas no pasan como las planeamos, como se esperan o como lo  imponen los convencionalismos sociales. En todo caso, hay que decirle sí a lo que es, y hoy digo a esta joven madre -me la imagino con su niña en los brazos- que quiera y respete más a sus padres, que agradezca el cariño y cuidados recibidos, que perdone y se perdone.  Valeria  no tiene la culpa de nada que no sea vivir.

Ágata no pudo dar a luz en su primer embarazo,  le fue interrumpido –vaya usted a saber la razón- y lejos de cuestionar el triste acontecimiento, sentí  la pena de apuntarles a quienes la llevaron a eso, que quizá esa haya sido la única oportunidad que tendría en la vida para coronarse como mujer. Ágata se confió. Su regla no era regular. Su período no era el normal  que experimenta la mayoría de  las mujeres. Era  esporádico, y quizá por esa condición personal  llevaba una vida  íntima libre y sin cortapisas,  a lo mejor llena de amor y de promesas de pareja, hasta  que su vientre se llenó de una criatura, de un diminuto ser que merecía vivir.

Pero Dios, que es  Todopoderoso e  infinitamente amoroso, la protegió y le permitió concebir a un hermoso niño. Hoy nadan en un verdadero mar de felicidad, en sana paz. 

Isabela, por su parte,  parió felizmente al hijo que llevaba en sus entrañas (una niña que resultó ser una Victoria de amor). Hoy hace uso  del poder que tiene de dar vida, más allá del rechazo o aprobación que su embarazó recibió. Da gracias a Dios por  esa nueva vida que trajo a este pícaro mundo.  Isabela le da a la niña  el maternal cuidado que necesita, la acompaña en  todo momento,  desde entonces y hasta siempre.

Con estas historias, en vísperas  de su día, quiero expresar un    reconocimiento a  todas las madres, y a los hijos  y padres, recordando los versos de Andrés Eloy Blanco que hoy cobran más sentido que nunca: “cuando se tiene un hijo se tienen todos los hijos de la tierra”. Porque cuando miramos al fondo de sus ojos se descubre en ellos la mirada infinita de  Dios, sin maldad, sin pecado, solo amor, paz y misericordia.
Y en este día, de los  más cargados de sentimientos y más ungidos de amor –carácter comercial aparte- , pues  como dijo el poeta  Virgilio: Amor Omnia Vincit, el amor siempre vence. Porque la Madre, es en la tierra, el centro de todos los afectos más puros y el término de las acciones más nobles.  Por algo el vientre de la madre fue como el horno donde se cocinó la materia del corazón y se forjó el carácter; por algo los brazos maternales la primera, dulce y suave cuna en donde se meció el cuerpo del hijo; por algo el pecho de la madre fue el primer surtidor de alimento y el más tierno regazo para el hombre en formación; por algo sus labios fueron los primeros en dejar caer sobre los recién abiertos labios infantiles la dulzura de los besos; y su lengua la que enseñó a balbucear las primera palabras; y sus gestos, los que dieron expresión a las primeras ideas y trazaron para siempre, como el camino de estrellas, los caminos del bien.

La madre es la gran modeladora. Dijo bien quien afirmó: "La mano que mueve el mundo".   La madre es la luz que nos ilumina, es el faro que aclara nuestro firmamento, la que agranda nuestra suerte, por eso la amamos y la veneramos.

Los hombres son lo que quieran las madres. Por eso digo a mis hijos, y a todos los hijos del mundo,  que sigan siendo ejemplo del amor y la alegría de la vida; que se acerquen  a la poesía que es una madre noble y sigan amando a su mamá; regálenle flores y  caminen tomados de su mano.

Por eso este día, consagrado a la glorificación de la Madre, es un día de tan profunda resonancia y lleno de alegría y de unción. 


Jesús Peñalver

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