Valeria parió una niña. Con su llegada libre de pecado, solo pureza y
amor, ha llenado de dicha a su familia. Ya no importa quién la embarazó, aunque
el padre esté cerca. Ahora la madre ve en los ojos de su hija la mirada de Dios,
da gracias al cielo y ahora ejerce el oficio materno con amorosa dulzura.
La maternidad es para celebrarla; a veces las cosas no pasan como las
planeamos, como se esperan o como lo imponen los convencionalismos sociales. En
todo caso, hay que decirle sí a lo que es, y hoy digo a esta joven madre -me la
imagino con su niña en los brazos- que quiera y respete más a sus padres, que
agradezca el cariño y cuidados recibidos, que perdone y se perdone. Valeria no tiene la culpa de nada que no sea
vivir.
Ágata no pudo dar a luz en su primer embarazo, le fue interrumpido –vaya
usted a saber la razón- y lejos de cuestionar el triste acontecimiento, sentí
la pena de apuntarles a quienes la llevaron a eso, que quizá esa haya sido la
única oportunidad que tendría en la vida para coronarse como mujer. Ágata se
confió. Su regla no era regular. Su período no era el normal que experimenta la
mayoría de las mujeres. Era esporádico, y quizá por esa condición personal
llevaba una vida íntima libre y sin cortapisas, a lo mejor llena de amor y de
promesas de pareja, hasta que su vientre se llenó de una criatura, de un
diminuto ser que merecía vivir.
Pero Dios, que es Todopoderoso e infinitamente amoroso, la protegió y le
permitió concebir a un hermoso niño. Hoy nadan en un verdadero mar de
felicidad, en sana paz.
Isabela, por su parte, parió felizmente al hijo que llevaba en sus
entrañas (una niña que resultó ser una Victoria de amor). Hoy hace uso del
poder que tiene de dar vida, más allá del rechazo o aprobación que su embarazó recibió.
Da gracias a Dios por esa nueva vida que trajo a este pícaro mundo. Isabela le da a la niña el maternal cuidado
que necesita, la acompaña en todo momento, desde entonces y hasta siempre.
Con estas historias, y a propósito del llamado a parir que hace la peste
chavista, tal desaguisado merece el más firme y decidido repudio de la
Venezuela decente, del país preocupado por las tristes y lamentables
condiciones de existencia, por el aborrecible populismo que entraña esa
barbaridad. ¡Un no rotundo!
Propiciar el “parto humanizado”, sin preparación, ni las más mínimas
condiciones que garanticen que no habrá traumas ni deficiencias y las
necesidades serán cubiertas, es un despropósito que merece nuestro rechazo. Veo el loco llamado de la peste chavista para que las mujeres se preñen (o embaracen) porque dizque "nacieron para parir", y pienso en los niños del hospital J.M de los Ríos.
Es preciso no haber nacido en un país, padecer de un resentimiento muy arraigado o ser bien despreciable para odiar a su gente. Hoy en el país escasea hasta la muerte natural, las farmacias están convertidas de refugios de oración, los hospitales plenos de moribundos y los cementerios en permanente espera.
La maternidad es para celebrarla, insisto, pero no en esas condiciones.
Ahora quiero expresar mi reconocimiento a
todas las madres, y a los hijos y a los padres, recordando los versos de Andrés
Eloy Blanco que hoy cobran más sentido que nunca:
“Y cuando se tienen todos los hijos de la tierra
se tiene un hijo, un solo hijo, la plenitud del hijo”
Porque cuando miramos al fondo de sus ojos se descubre en ellos la
mirada infinita de Dios, sin maldad, sin pecado, solo amor, paz y misericordia.
Mirar de frente a los ojos de los hijos, son momentos de los más cargados
de sentimientos y más ungidos de amor, pues como dijo el poeta Virgilio: Amor Omnia Vincit, el amor siempre
vence.
La madre es la gran modeladora. Dijo
bien quien afirmó: "La mano que
mueve el mundo". La madre es la luz que nos ilumina, el faro
que aclara nuestro firmamento, la que agranda nuestra suerte, por eso la amamos
y la veneramos.
Los hombres son lo que quieran las
madres. Por eso digo a mis hijos, y a todos los hijos del mundo, que sigan siendo ejemplo del amor y la
alegría de la vida; que se acerquen a la
poesía que es una madre noble y sigan amando a su mamá; regálenle flores y caminen tomados de su mano. Todos los días
deben estar consagrados a la glorificación de la Madre , con profunda
resonancia y lleno de alegría y de unción.
Es cierto que para muchos hombres y
mujeres el gozo de la celebración de la unión familiar va mezclado con un
doblar ronco de campanas, porque los labios de una tumba robaron, en hora de
angustia, lo que la Madre
tiene de arcilla, lo que se corrompe en el sepulcro.
Porque la Madre ha partido a dormir el
sueño eterno de la tierra, y muchos han quedado sin su madre cerca. Pero no es menos cierto que este dolor se
aclara con el recuerdo de la inmortalidad y de la resurrección feliz; el
cristiano va tras la sombra de la muerte, el aleteo de la eternidad y sabe que
no todo muere, ni todo se trunca ni todo se acaba. También la ausencia de las Madres muertas, es
recuerdo de paz y de alegría, máxime cuando al morir dieron la última de sus
lecciones y el más elocuente de los ejemplos.
La verdadera muerte comienza con el
olvido, y la bondad y el pan infinito del amor de Madre son inolvidables.
Jesús
Peñalver