“No sé si me olvidarás
o si es amor este miedo,
yo solo sé que te vas,
yo solo sé que me
quedo”.
Andrés Eloy Blanco
Revisando los
libros, actas constitutivas y estatutos sociales de la Fundación de Los Artista
por la Vida, institución civil y privada de nobles propósitos y sin afán de lucro,
caigo en cuenta que Fausto Verdial aparece entre sus miembros fundadores,
porque igual en eso el escritor, actor y dramaturgo hizo cosas buenas en
Venezuela, su otro país que tomó propio y nos honró con ello.
Nunca tendré
autoridad moral para reprochar al que se va del país argumentando la grave e
inocultable pesadilla que ya lleva diecinueve tortuoso años haciéndonos la vida
de cuadritos, imponiendo esta inmerecida pena que hoy padecemos en Venezuela,
así como tampoco al que se queda –pudiendo o no irse- con la convicción de
poder hacer algo desde este suelo.
Llamar cobarde
al que se va, o pendejo al que se queda, no es solo simple cicatería o
sencillez de criterio, es una barbaridad deleznable, una injusta apreciación
del contenido y la significación de tamaña decisión; es además, una evidente
señal de enanismo intelectual, propio del que ve todo en un cuadrito y no
precisamente de los tantos que componen la obra del maestro Carlos Cruz-Diez
que se exhibe en un pasillo del aeropuerto de Maiquetía.
Se trata de
defender el derecho de los que quieren irse, y desde luego –como se ha dicho-
de los que deciden quedarse. Porque eso es la libertad, albedrío, en eso
consiste el arbitrio de cada quien en ejercicio de las libertades públicas, a
pesar del desgobierno que se empeña en coartarlo a cada rato, sin miramientos y
teniendo en mala hora entre sus garras, todo el andamiaje del poder del Estado.
Por eso me preocupa que no seamos capaces de darnos
cuenta del despeñadero por el que va el país, cuesta abajo en su rodada, como
llora el tango. Incapaces de ponernos de acuerdo en un tema tan fundamental
como este –ya no una percepción- sino un hecho triste, una terrible realidad,
un desolado infierno que nos dejó aquel milico golpista, hoy en manos del
gobernante que dice ser su hijo, y de su equipo ineficiente que no han podido
dar hasta ahora ni una señal de rectificación.
Por el contrario, continúan las amenazas a los
medios y a todo aquel que piense distinto, el populismo que da casa por mangos,
regala carros en plena autopista, y el señor Maduro se ufana de ser un buen
conductor de autobuses. No denuesto el oficio de chofer, no. Nos hemos referido
al uso grosero y recurrente de esa práctica populista para consolidar esa otra
metáfora de la pobreza que es el chavismo.
A veces o muchas lucimos polarizados en el asunto,
en eso estamos, porque a eso nos ha
llevado el lenguaje incendiario del chavismo, y desde luego, hemos caído en esa
trampa, en esa odiosa estrategia.
A los que hoy profesan esa tesis delirante como
forma de gobierno, les ha funcionado poner a pelear a la oposición democrática
venezolana; dividirla es su propósito y sobre todo en época electoral –y no me
refiero a la farsa del venidero 20 de mayo, que quede claro- cuando
saben que desde hace rato ya no son mayoría, que el país necesita y clama un
cambio, que Venezuela merece ser gobernada por otra gente comprometida con su
futuro, empeñada en corregir errores y subsanar las omisiones en que ha
incurrido esa cosa aposentada hoy en Miraflores.
Volviendo al título de esta nota, y miren que no
soy crítico teatral, sin embargo ello no obsta para exaltar los méritos de la
obra que ahora vuelve a montar el Grupo Actoral 80, los cuales se ven acrecentados por el excelente elenco en escena, la dirección y producción que
no pierden detalle alguno, pues a ello nos tiene acostumbrados el equipo que
dirige mi dilecto amigo Héctor Manrique.
Rescato el tema central de la puesta en escena: la
migración en tiempos de guerra, la búsqueda de nuevos horizontes cuando en la
propia tierra no se avizora ninguno, y en muchos casos –en la mayoría- la gente
que osa pasar de un continente a otro con apenas lo puesto encima y alguna
mochila llena de sueños, si eso es posible.
En clave de humor se nos cuenta el drama de españoles
venidos a esta Tierra de Gracia, y luego de ocurrida la caída del tirano de allá
(España), pensaron en la posibilidad de volver. Ese mismo de encuentra
similitud con la hora aciaga que hoy vivimos.
No cuento más porque lo necesario y conveniente es
que vayan y disfruten, las risas están aseguradas y quizá una lágrima llueva de
vuestros ojos.
Esa misma situación dilemática que nos ha llevado a
no entender que para ser libres, expresar o decidir con albedrío nuestra vida
personal, familiar o social, debemos respetar al otro, no solo en la
participación en los asuntos públicos, sino también y necesariamente,
aceptarnos en nuestra privacidad y defenderla.
Debemos echar a un lado, desestimar cualquier
intento de presión, no aceptarla de nadie que pretenda imponernos algo que no
queramos, o aquello con lo que no estemos de acuerdo. Ningún hombre puede ser
dueño de otro, decía Epicteto.
Por cierto, es probable que mis hijos se vayan, mis
ojos lluevan y deba prepararme para el regreso. A veces quedarse es ir muy lejos.
Castigos
innecesarios: atacar al que se va, criticar al que se queda.
Jesús Peñalver